miércoles, 24 de diciembre de 2008

Centro


Las fiestas son para ellos”, “Yo festejo por los chicos; porque si fuera por mí...”, se oye una y otra vez, por estos días, en boca de adultos. Hombres y mujeres más o menos mayores mintiendo y escudándose en la hipotética felicidad que se le debe a los menores y que debe ser pagada, sí o sí, una vez al año. Gente grande que (a cambio de unos cuantos juguetes por unas horas y hasta a lo largo de un par de semanas, esa zona fantasma que va más o menos del 24 de diciembre al 6 de enero) accede a la catarsis histérica de poder comportarse como infantes arrugados.

Así, la Navidad y sus alrededores son el lugar perfecto y el tiempo ideal para estallar de furia, desenterrar hachas de guerra, declarar un amor exagerado a la persona equivocada, perder un dedo o un ojo cortesía de un petardo con nombres como Bang Bang Noel o Merry Crashmas, retar a duelo a un familiar insoportable al que se ha aguantado a lo largo y ancho del año, exponerse al ejercicio masoquista de ir a ver alguna de esas Christmas movies (la que se ha estrenado por aquí es La leyenda de Santa Claus, suerte de true-story finlandesa dirigida por un tal Juha Wuolijoki), electrocutarse instalando el arbolito, mirar fijo el fuego de la chimenea pensando en cosas en las que no conviene pensar justo esa noche, y vaciar botellas de burbujas hasta llenarse y flotar y oír la frágil música de las esferas.

Rodrigo Fresán

No hay comentarios: